lunes, 3 de mayo de 2021

Clase 9. Las funciones del lenguaje

Hasta ahora, hemos visto varios aspectos teóricos y prácticos de la lengua y los textos. Hemos visto cómo pensar la lengua: como un sistema de signos que nos pertenece por tradición, pero que a la vez va modificándose con el tiempo. Se trata además de una lengua que varía según el contexto geográfico, las oportunidades de educación y las generaciones. También es una lengua que en el uso adaptamos a las situaciones, a los géneros y a los destinatarios. Ella es nuestra herramienta cuando producimos textos y cuando leemos. De estos textos que elaboramos y que interpretamos, vimos sus propiedad fundamental: la coherencia, un fenómeno complejo que abarca diferentes aspectos.

Hoy nos concentraremos en otro tema relacionado con la comunicación lingüística: las funciones del lenguaje. Para hacerlo, hablaremos del circuito de la comunicación planteado por Roman Jakobson (1896-1982), un teórico literario y lingüista nacido en Rusia, pero que en 1941 se instaló en Estados Unidos, donde fundó el Círculo lingüístico de Nueva York. Desde su juventud se había interesado en el estudio de la lengua poética, y en 1960 continúa  sus reflexiones planteándose la pregunta acerca de qué es lo que convierte un mensaje verbal en una obra de arte, es decir, cuál es la espeficidad del lenguaje poético.

Para investigar el tema, primero plantea un esquema de los factores constitutivos de todo acto de comunicación verbal. Para hacerlo, se basa en otro esquema, desarrollado en la ingeniería de las comunicaciones por Shannon y Weaver (1949), para representar la transmisión de señales entre aparatos: desde una fuente de información parte un mensaje que, a través de un aparato transmisor, se transforma en una señal que es enviada a través de un canal y es recibida por un aparato receptor, que la transforma nuevamente en un mensaje, para llegar así a su destino.

Jakobson se basa en ese esquema y lo traslada a la comunicación humana, estableciendo los siguientes factores: un destinador o emisor,  quien da un mensaje a un destinatario o receptor; el mensaje, además, remite a un contexto o referente que el destinatario puede captar, y requiere un código, común en su totalidad o parcialmente a destinador y destinatario; finalmente, se requiere de un contacto, es decir, un canal físico y una conexión psicológica entre ambos participantes del circuito, que es lo que les permite establecer y mantener la comunicación.

Para Jakobson, cada uno de estos factores da lugar a una función lingüística diferente. Él piensa que para todo hablante existe una unidad de la lengua, pero que ese código global es un sistema de subcódigos simultáneos, cada uno de los cuales está caracterizado por una función distinta. Cuando elaboramos un mensaje, participan esas funciones, pero en diferentes jerarquías. La estructura verbal del mensaje depende de la función predominante. Veamos cuáles son esas funciones:

1.La función expresiva o emotiva: se centra en el destinador, es decir, apunta hacia la expresión de la actitud del sujeto respecto de lo que dice; tiende a dar la impresión de cierta emoción. En la lengua, es típico de esta función el uso de interjecciones.

2.La función conativa o apelativa: se orienta hacia el destinatario, es decir, apunta a persuadir de algo al receptor, influir sobre él. Encuentra su expresión gramatical más pura en el vocativo y el imperativo. Dentro de esta función, Jakobson incluye una subsidiaria: la función mágica, que tiene lugar cuando se convierte a una persona ausente o a un ser inanimado en destinatario de un mensaje conativo (en rezos, fórmulas mágicas).

3.La función referencial, denotativa o cognitiva: se centra en el contexto, sobre el cual aporta cierta información.

4.La función fática: en ella se acentúa el contacto. Es predominante en mensajes que sirven esencialmente para establecer, prolongar e interrumpir la comunicación; para verificar si el circuito funciona; para atraer la atención del interlocutor o para asegurar que esta no se debilita. Puede dar lugar a un intercambio de fórmulas ritualizadas, hasta diálogos enteros cuyo único objetivo es prolongar la conversación. Esta es la primera función verbal que los niños adquieren; en ellos la tendencia a comunicarse precede a la capacidad de emitir o comprender mensajes portadores de información.

5.La función metalingüística: se concentra en el código. Se da cuando utilizamos el lenguaje para hablar del lenguaje, para verificar la utilización del código, para definir elementos léxicos de la lengua.

6.La función poética: en ella el acento está puesto en el mensaje. Es la función dominante en las obras literarias, cuyo lenguaje busca ser expresión artística.

Jakobson observa que la función poética puede estar presente en las otras actividades verbales, pero desempeña un papel accesorio o secundario; por ejemplo, dentro de un eslogan político, puede aportarle peso y eficacia al mensaje. Por lo tanto, afirma que el estudio lingüístico de la función poética debe sobrepasar los límites de la poesía. Por otra parte, el análisis de la poesía no puede limitarse a la función poética. Así, en los textos poéticos pueden participar, junto a la función poética, las otras funciones verbales. Por ejemplo, en la poesía épica puede aparecer la función referencial, al transmitirnos conocimiento sobre el héroe protagonista; en la poesía lírica, puede estar presente la función emotiva. 

Lo mismo sucede con todos los textos, no solo con los poéticos. En cada mensaje habrá una función lingüística dominante, pero puede haber otras funciones presentes.

Les recomiendo, para profundizar sobre este tema, la lectura del texto “Lingüística y poética” de Roman Jakobson que, como verán, fue una ponencia realizada por él en un congreso de Lingüística. Encontrarán el link en las “Lecturas recomendadas – Unidad 1”, en la etiqueta “Bibliografía”.

Por último, los invito a leer el siguiente artículo de Mariano Narodowski. Traten de analizar cuál es la función dominante y cuáles son las que aparecen en forma secundaria, para que lo pongamos en común en nuestra próxima reunión el jueves 6/05.



La Nación – 29/05/17

Los maestros de antes no siempre eran mejores

Por Mariano Narodowski*

"Mitificar el pasado y estereotipar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más complicada, frenando todo atisbo de cambio", argumenta el profesor del Área de Educación de la Di Tella.

Decían que Clementina no era mala, sino "severa". En sus clases reinaba el silencio, sus alumnos temían y aprendían y para los indisciplinados había cachetazo de ida para las faltas cotidianas, sumando el revés cuando la falta lo ameritaba. Corría mayo del 68 y mientras ardían las barricadas en París y los jóvenes proclamaban el amor libre y la imaginación al poder, aquí, en Buenos Aires, yo cursaba el segundo grado de la escuela primaria con la señorita Clementina.

Aprendí de Clementina que "a la escuela se viene a leer libros" el día que confiscó mi revista Batman y la arrojó, hecha jirones, al cesto de basura que tenía grabado el escudo del Consejo Nacional de Educación.

Facebook no existía como para que Clementina posteara fotos burlándose de nuestros errores. Pero nos mandaba "de florero debajo de la campana en todos los recreos" para que el resto de los alumnos se mofara: sin likes, Clementina era eficaz en el sofisticado arte de humillar niños en público. Todavía guardo su foto: una anciana altiva, con su guardapolvo blanco impecable. Yo, a su lado, asustado, al borde un ataque de llanto, o de asma, o de ambos.

Con el tiempo registré que Clementina formó parte de la generación dorada: las reconocemos como "aquellas maestras" de la época de oro de la educación argentina. Recibida en la Escuela Normal, se desempeñó más de tres décadas en el turno mañana de una escuela primaria presidida, en su entrada, por un enorme busto de Sarmiento.

Se había iniciado con 17 años de edad y un título secundario de cinco años de duración con solo seis materias pedagógicas, aunque con cocina y corte y confección cada año. Su fortaleza era la constancia, no solo por sus escasas inasistencias y ninguna falta de puntualidad, sino por la reiteración de sus clases: las carpetas didácticas -donde los maestros volcamos las actividades de cada día y que Clementina atesoraba con envidiable prolijidad- muestran pocas variaciones. Se destacan las páginas extraídas del suplemento "para maestras" de una popular revista femenina y las de una eterna revista infantil.

Es que la señorita Clementina no hacía cursos de capacitación: solo existían "conferencias didácticas" a las que la obligaban a asistir una o dos veces por año (fuera del horario de clases, obviamente). Su acceso a la cultura consistía en su biblioteca con dos enciclopedias, el Martín Fierro bellamente encuadernado, El Tesoro de la Juventud y variada literatura romántica. Además, había cinematógrafo una o dos veces por mes, radioteatro -después teleteatro- todos los días y las revistas femeninas. Leía el diario solo los domingos, y si había pasado algo grave compraba la sexta (el vespertino). A pesar de vivir cerca del Obelisco, descubrió los teatros, los conciertos y los museos cuando -ya jubilada- llevaba a pasear a su nieta menor. Después de la corrección diaria y de las tareas domésticas, visitaba amigas o familiares, tejía o ayudaba a sus hijos con las tareas escolares. Su paupérrimo sueldo se consideraba una ayudita en una economía familiar que dependía de su marido.

La formación de la mayoría de las maestras de la generación dorada no era muy amplia y sus opciones estaban limitadas a lo que se reservaba a las chicas de clases medias urbanas, a quienes se alentaba a ser enfermeras, maestras y mamás. Su interés por la política era escaso, aunque se manifestaba abiertamente en contra de las huelgas y de la politización de los docentes y, lógicamente, no adhirió a las de 1971, dispuestas por la Unión de Maestros Primarios. El enfoque sobre la historia argentina que expresaba su carpeta didáctica era copiado, literalmente, de los manuales escolares.

La escuela de la generación dorada formaba parte de un orden social jerárquico y muchas veces autoritario que hoy solo se concibe en dictaduras o teocracias. La autoridad docente estaba para que la ejerciese cualquier muchacho de 17 años en un escenario de alta legitimidad social para figuras como la maestra, el médico, el militar o el policía. Las familias tenían poca experiencia escolar y por lo tanto nula capacidad para evaluar y cuestionar a los educadores en un mundo donde la escuela era la única opción para aprender conocimiento legitimado.

Eso explica por qué ese plantel docente de formación básica y conocimientos ajustados fue tan eficaz para formarnos. Con su pedagogía artesanal, su control estricto y sus lecciones de memoria, a las clementinas les perdonamos sus aristas menos amables y las recordamos por su ejercicio sobresaliente del magisterio. Y las usamos para criticar a los maestros de ahora.

Los nuevos maestros son diferentes. No cursan solo un secundario, como sus antecesores; se agregan cinco años en la formación docente terciaria o universitaria. Pueden empezar a ejercer desde los 23 años de edad, con más conocimientos generales y didácticos y opciones culturales abiertas. Tienen acceso a recursos infinitos gracias a Internet y son más conscientes de sus derechos y obligaciones y los de sus alumnos. Saben que enseñar de memoria y tomar lección es tan sencillo como inconducente y, al contrario de la jactancia de sus antecesores, relativizan la omnipotencia docente, especialmente cuando sopesan cuánto les importa la educación a la sociedad y a sus clases dirigentes.

Hoy es mucho más difícil ser docente: profesionales aun muy preparados tienen más dificultades para educar y para legitimar socialmente su función. Nuestra sociedad ya no es jerárquica, la escuela no es la única agencia de transmisión del saber, el mundo adulto es cuestionado y la autoridad no se le regala a nadie: el lugar del docente debe ser construido cada día entre enormes conflictos. El saber se multiplica a un clic de distancia y quien hoy pretendiera romper las revistas de sus alumnos ya no causaría miedo, sino pena y una denuncia. Las educadoras no ganan para la ayudita: sus salarios son, muchas veces, el único sostén de la familia.

A pesar de estos cambios sociales y culturales, la dirigencia política parece haber decidido que la organización de las escuelas debe mantenerse intocada. Este congelamiento proyecta su imagen ilusoria y en consecuencia la idea generalizada -incluso en ámbitos supuestamente informados- de que la generación dorada mutó a uno de dos estereotipos docentes: o el maestro (varón) militante, vago y malentretenido o el héroe (casi siempre varón) sacrificado que recorre diariamente veinte leguas a lomo de mula en busca de alumnos.

Mientras tanto, la deslegitimación de los docentes reales (en su gran mayoría mujeres) abunda en los medios y en la política, en el contexto de un sistema escolar que no exhibe mejoras desde tiempos clementinos. Y la deslegitimación no es gratis: la violencia se ha invertido y se ejerce ahora contra los maestros, frente a una sociedad cómplice de la impugnación salvaje de sus educadores.

Mitificar el pasado y estereotipar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más complicada, frenando todo atisbo de cambio, para así convalidar violencias, reverenciar fantasmas, alabar héroes y exorcizar demonios en un combate en el que la degradación educativa ya no presenta rivales.

*Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella
Publicado en: la sección “Opinión” del diario La Nación.
Link: http://www.lanacion.com.ar/2028219-los-maestros-de-antes-no-siempre-eran-mejores


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